Cómo elegir la bandera que custodia el camino de mi vida. Cómo elegir sus materiales, su ligereza y firmeza para hondear grácil, elegante y robusta con brisas y temporales. No siempre la razón es suficiente y, aunque la fe suele ser ciega, no se puede continuar sin saber hacia dónde se va.
Mi bandera es cada día más hermosa. Baila en el cielo su felicidad creciente y sonríe al ver llegar las tempestades como diciendo gracias por hacerme más fuerte. Mi bondad y crueldad conviven en armoniosa contradicción, entretejidas hilos con hilos; cuando los vientos llegan de costado, las líneas verticales sacan pecho, cuando llegan de frente, las horizontales se entregan a la fortaleza.
Mi bandera es regenerativa. Se perfila constantemente, se lame los flecos, se cose las esquinas raídas. Mi bandera huele el viento y se regocija en las lluvias. Gusta de estirarse como un gato al despertarse cuando reina el sol más cálido. Y aprende el laberinto ordenado del cosmos las noches despejadas.
Mi bandera es genuina. Piensa en los demás, echa de menos y desea siempre lo mejor aún en la distancia. Las propias sombras son siempre algo traslúcidas. Y si alguna vez estuvo doblada en una tumba, ella no tiene complejo en mostrar sus arrugas y marcas al viento para que, con tiempo y lágrimas propias, se vayan suavizando; y que lo que antaño eran riscos y abismos en su tela, ahora son hermosos paisajes con un cierto carácter y personalidad.
Mi bandera se muestra pero no alardea. Sus colores, lejos de ser teñidos, brotan espontáneamente cada mañana al despertar. Se viste de determinación, alegría y ese hermoso tono que tiene el amor. No lleva muchos símbolos, sólo algunos tatuajes que homenajean sus tiempos más vitales, para no olvidar fácilmente el privilegio que es vivir.
Mi bandera, la que elijo, hondea grácil y fuerte al aliento de un mundo que esconde pícaramente que la felicidad es un resultado creciente.